miércoles, 21 de marzo de 2007

Garcia Marquez Memoria de mis putas tristes

(Fragmento)
Fui a las diez de la noche con un chofer conocido por la extraña virtud de no hacer preguntas. Llevé un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, el querido Figurita, y un martillo y un clavo para colgarlo. En el camino hice una parada para comprar cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor. Agua de Florida, tabletas de regaliz. Quise llevar también un buen florero y un ramo de rosas amarillas para conjurar la pava de las flores de papel, pero no encontré nada abierto y tuve que robarme en un jardín privado un ramo de astromelias recién nacidas.

Por instrucciones de la dueña llegué desde entonces por la calle de atrás, del lado del acueducto, para que nadie me viera entrar por el portón del huerto. El chofer me previno: Cuidado, sabio, en esa casa matan. Le contesté: Si es por amor no importa. El patio estaba en tinieblas, pero había luces de vida en las ventanas y un revoltijo de músicas en los seis cuartos. En el mío, a volumen más alto, distinguí la voz cálida de don Pedro Vargas, el tenor de América, con un bolero de Miguel Matamoros. Sentí que iba a morir. Empujé la puerta con la respiración desbaratada y vi a Delgadina en la cama como en mis recuerdos: desnuda y dormida en santa paz del lado del corazón.

Antes de acostarme arreglé el tocador, puse el ventilador nuevo en lugar del oxidado, y colgué el cuadro donde ella pudiera verlo desde la cama. Me acosté a su lado y la reconocí palmo a palmo. Era la misma que andaba por mi casa: las mismas manos que me reconocían al tacto en la oscuridad, los mismos pies de pasos tenues que se confundían con los del gato, el mismo olor del sudor de mis sábanas, el dedo del dedal. Increíble: viéndola y tocándola en carne y hueso, me parecía menos real que en mis recuerdos.

Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el lienzo chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y con pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una monja que secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo primero que veas al despertar.

No había cambiado de posición cuando apagué la luz, a la una de la madrugada, y su respiración era tan tenue que le tomé el pulso para sentirla viva. La sangre circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor.

Antes de irme al amanecer dibujé en un papel las líneas de su mano, y se las di a leer a la Diva Sahibí para conocer su alma. Y fue así: una persona que sólo dice lo que piensa. Es perfecta para trabajos manuales. Tiene contacto con alguien que ya murió, y del cual espera ayuda, pero está equivocada: la ayuda que busca está al alcance de su mano. No ha tenido ninguna unión, pero va a morir mayor y casada. Ahora tiene un hombre moreno, que no ha de ser el de su vida. Puede tener ocho hijos, pero se va a decidir sólo por tres. A los treinta y cinco años, si hace lo que le indique el corazón y no la mente, va a manejar mucho dinero, y a los cuarenta recibirá una herencia. Va a viajar mucho. Tiene doble vida y doble suerte, y puede influir sobre su propio destino. Le gusta probar todo, por curiosidad, pero va a arrepentirse si no se orienta por el corazón.

Atormentado de amor hice reparar los estragos de la borrasca, y aproveché para hacer otros muchos remiendos que venía demorando desde años por insolvencia o por desidia. Reorganicé la biblioteca, en el orden en que había leído los libros. Por último rematé la pianola como reliquia histórica con sus más de cien rollos de clásicos, y compré un tocadiscos usado pero mejor que el mío, con parlantes de alta fidelidad que engrandecieron el ámbito de la casa. Quedé al borde de la ruina pero bien compensado por el milagro de estar vivo a mi edad.

La casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior. Gracias a ella me enfrenté por vez primera con mi ser natural mientras transcurrían mis noventa años. Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad, que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuan poco me importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino un signo del zodíaco.

Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados. Cuando mis gustos en música hicieron crisis me descubrí atrasado y viejo, y abrí mi corazón a las delicias del azar.

Me pregunto cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con la vana ilusión de averiguar quién soy. Era tal mi desvarío, que en una manifestación estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.
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